En el pleno del viernes, una apabullante claque aplaudía con las
orejas o con risitas mal contenidas (¡¡¡ese concejal de obras y servicios, que
se ríe de los vecinos!!!!) al primer actor y a su hiperbólica interpretación
del poder espúreo, y me acordé de Shakespeare, y de Hamlet, donde cada uno está espiando a
cada uno de los socialistas, donde todos actúan de forma partidista, aunque
renieguen en sus intervenciones de los partidos, donde el partidismo ha
desplazado a todas las otras preocupaciones, porque se ha convertido en una
forma de locura, donde el objetivo es abatir a los socialistas, que sin
gobernar, nos hemos convertido en el gobierno en la sombra, tanto por las
iniciativas como por los ataques desaforados de la bancada de enfrente. Se han
convertido en verdaderos personajes hamletianos. El protagonista, el Laurence
Olivier de la escena, excitado por la remunerada claque (la que lo circunda, cada día más prósperos y más orondos, y por quienes se consideran una élite de ciudadanos
con espíritu vasallo interesado), se desmadra de los límites de su papel de
presidir la institución y se excede en su histrionismo. Sobreactúa desde su
ignorancia confesada y su vesánico comportamiento y, con ambigua y aparente
inocencia, exagera un monólogo soez, contradictorio y anárquico, confuso y
lineal, y definitivamente antidemocrático y machista, en una actuación que
resultaría intolerable para cualquier auditorio sano y racional apto para
recibir el mensaje del poder sin tener que aguantar a un personaje que estaría
pasado de rosca hasta en los ámbitos tabernarios de los que no debió salir
jamás. Pretende gobernar con despotismo, sin tener que cumplir ni una sola
promesa, a un pueblo al que quiere someter a base de pobreza, que luego hace
que tapa con magnanimidad (eso sí, usando el dinero público). Hace alarde en
cada intervención de lo bruto e ignorante que es, y sirve de mofa y escarnio a
todo el mundo y de vergüenza a sus convecinos (excepto, eso sí, a su claque,
oportunamente comprada con supuestas prebendas tras el mes de mayo próximo). Y
en tanto los otros elencos políticos parecen tener dificultades numéricas para
llenar papeles secundarios o remotos, o tienen pruritos ideológicos o éticos
para incorporar nuevos actores, este histriónico personaje sería capaz de
blanquear con talco a un delincuente (él mismo lo es) siempre que su talento
popular en escena tenga una respuesta adherente en el público del que espera el
voto.
El peligro no es él mismo.
Después de todo, él es un ejemplo superador de la historia de sus actuales
socios, cuyos desatinos arrastraron al municipio y a su partido a un merecido ostracismo tardíamente, tras 24 años, en los últimos de los cuales su
único mérito (demérito debía decir) consistió en dividir al pueblo con sus
nefastas decisiones. Pero de forma espúrea, lamentablemente, pudieron volver a
colocarse en la poltrona. El peligro
somos nosotros, los ciudadanos, sometidos a esta eternidad de acabar y empezar ciclos
electorales otra vez con los mismos, aquellos que han hecho de este municipio
un lugar que ya no está de moda, como estuvo durante los dieciocho meses de
gobierno socialista.
Cierta vez Sartre, el filósofo,
para explicar una obra teatral, empleó palabras tan complejas y eruditas que se
necesitaba aclarar a Sartre más que al autor. El autor dio en el clavo cuando definió
la crítica como un espectáculo payasesco. La definición es perfecta para el
grupo de gobierno actual y su claque, salvo porque ofende a los payasos,
auténticos profesionales. Pues eso.
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