QUERIDA EMMA, GRACIAS POR TANTO
Cuando falleció mi madre entendí
el significado profundo de la palabra orfandad. Significa que tus protecciones
delanteras, esas que amortiguan los golpes que te vienen de frente, ya no
están. Me sentí sin esteos, como dicen aquí, con una palabra deliciosa de
origen portugués que define, como ninguna otra, los necesarios apoyos que se
precisan para que una planta crezca sin problemas. Pero, pese a que el
sentimiento de orfandad era cierto, me olvidé de que aún, con esa función de
referencia y de esteos me quedaban los hermanos mayores. Yo soy la primogénita,
pero tengo muchos hermanos-amigos mayores que yo, que siempre han estado ahí,
como referencia y con su papel de esteos en mi vida. Una era Emma, nuestra
Emma. Tan hermana que su último acto, antes de ausentarse, fue reunirnos a
todos para que nos abrazáramos fraternalmente en su presencia. Cientos de
personas que la queríamos con ese cariño fraternal con el que ella nos obsequió
toda su vida, nos dimos cita en aquella antesala de despedida antes de su
viaje, y hablamos de Emma, de lo que necesitábamos ese abrazo al que ella nos
convocó, de cómo no encontramos el tiempo preciso para juntarnos, y
agradeciendo infinitamente esa generosidad final, en que ella, de nuevo, pensó
en los demás y no en ella.
Quise y admiré a Emma por muchas
cosas. La quise por su cariño fraternal, como he dicho, que incluía una
preocupación cercana ideológicamente a mis preocupaciones. Por su generosidad y
humildad, colaborando siempre desde un segundo plano, hurtándose el
protagonismo que hubiera podido tener, en todas las labores de la SCPM Isaac Newton,
nuestra Sociedad. La quise por esa naturalidad con la que aceptaba los
comentarios e, incluso, los piropos, poniendo en la respuesta un punto de humor:
“¡Qué guapa estás, Emma!” “Sencillita”, respondía con un guiño. La quise por su
actividad incesante y curiosidad innata, que le hacía explorar ámbitos variados
que iban desde la actividad física (fue la primera persona a la que le oí
hablar del tai-chi y practicarlo), intelectual (se ocupó de aprender varios
idiomas en la última etapa de su vida) y de ocio activo (participó en la coral “Carpe
Diem”, siendo una gran impulsora de sus actividades, era incondicional de los
museos y exposiciones, y viajó incansablemente a los sitios más exóticos, aprendiendo
ávidamente la cultura de allí a donde iba, y creo, sin temor a equivocarme, que
visitó todo el mundo, si definimos el mundo con un sentido regional y
etnográfico). La quise porque siempre que acababa una cosa, comenzaba otra, sin
solución de continuidad.
Estoy convencida de que Emma se
va a ese lugar donde, con su generosidad y humildad, va a seguir trabajando
porque el mundo sea un poco más fraternal, igualitario y porque las decisiones
que afectan a todos se tomen con rigor, pero desde un prisma humano. Va a
seguir observándonos, con su sonrisa y
guiño característico, cuando nos perdemos en cuestiones que no atañen a lo
fundamental. Va a seguir aprendiendo idiomas, porque seguro que allá donde esté
va a encontrar interlocutores que hablan lenguas que ella desconoce. Va a
seguir cantando, es más, me ha parecido reconocer su voz de contralto en algún coro
que he oído últimamente. Y, sobre todo, va a conocer ese nuevo planeta al que
viajó Toño hace unos años, y donde seguro que la espera con un libro o un
catálogo de una exposición, con una rosa roja entre sus páginas. Como me
gustaba recordarle a ella que Toño hizo conmigo, caballerosamente, cuando me devolvió
un libro que le presté. Querida Emma, dale un beso de mi parte. Y preparen
entre ambos una guía matemática para orientarnos cuando nos toque ir. Querida
Emma, gracias por tanto.
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