Para mí, querer al pueblo es defender su libertad. Por eso,
cuando de repente oigo a quien ha estado al lado de quienes han atentado contra
la libertad y los derechos del pueblo hablar de su amor recién descubierto por
todo lo que de valor tiene el pueblo, es signo de que espera que le paguen por
eso o de que ya cobra por ese amor. Detrás de esa persona hay un comerciante. Hay
personas, las conocemos, sobre todo tras los abandonos después de que perdieron
las últimas elecciones, o que han perdido alguna elección, que sólo conciben un
amor al pueblo artificial, puesta al servicio de sus intereses. Encima, pretenden monopolizar ese amor al
pueblo. Con esas personas no queda otra opción que alejarse presuroso de ellos,
porque su tiempo no lo emplean en procurar el bienestar de sus conciudadanos, sino
en repetir cuánto aman y admiran al pueblo. En realidad, lo que hacen es vivir
de los que sí realmente aman a su pueblo, lo han amado siempre, sin mediar pago
por ello. Los que no buscan ni han buscado glorias personales, sino que han
trabajado por la unión de sus conciudadanos y la prosperidad del pueblo. Lo que estas personas deberían meditar, sin rasgarse las vestiduras, es que durante el último cuarto de siglo el papel del gobierno ramblero constituido por sus compañeros, algunos aún en el gobierno, ha sido de una terrible tendencia a dividir a los vecinos entre sí. Funcionaron los miembros de AIS como gendarmes al servicio de muchísimas injusticias, y se burlaron de la limpieza de unas elecciones libres que seguramente les hubieran apeado mucho antes del poder. Protegieron a los suyos, abusaron de muchas personas de buena fe, fueron promotores de todo tipo de injusticias y protegieron siempre a unos frente a otros, haciendo que no fueran libres ni para quedarse en el pueblo una generación completa de rambleros. Nunca tuvieron, ni tienen, una idea global de progreso o un proyecto de desarrollo para el municipio. Practicaron el racismo por herencia, herencia cuyo recuerdo fue abandonada por ser una rémora hace mucho tiempo. Todo esto ha generado un enorme dolor en mucha gente, que ve como aquellos barros han desembocado en algunos que, sin pedir previamente disculpas por tanto dolor, ahora cobran del dinero de todos para exclusivamente decir que quieren mucho a todos. Y a todo esto, en la actualidad lo único que hacen es hacerse propaganda a sí mismos como paladines de la
libertad y la democracia, del amor al pueblo y a los ciudadanos a los que recientemente denostaron. A mucha gente esta hipocresía y soberbia nos resulta chocante. Y yo lo escribo aquí y ahora porque conozco y quiero a mis convecinos, porque he vivido, gozado y sufrido con ellos, porque he enseñado en sus centros educativos y porque he recorrido completa su maravillosa geografía. Lo escribo con el dolor de comprobar cómo la burla puede llegar a extremos inimaginables, tras saber que se han conjurado para "actuar de buenos" donde antes sólo había venganza, y con el amor de siempre: hacia mis convecinos, que no tienen la culpa de esos feos sentimientos con los que los "obsequiaron" en el pasado, y se sienten confortados por un nuevo amor fingido, pero con la convicción de que no hay arrepentimiento sin petición de disculpas, cosa que no se producirá por la soberbia que a los gobernantes actuales les caracteriza.
Y a la petición de disculpas debe corresponder el honrar al pueblo portándose correctamente.
El
servicio al pueblo no consiste en que sus servidores lo deshonren con sus comportamientos
o callando ante la infamia de comportamientos vergonzosos, ni le da poder para que cometa la bajeza de
abusar de las ventajas del poder ofendiendo a los ciudadanos con cuyos
sacrificios se sostiene. Los servidores públicos deben ser tanto más virtuosos y
honestos, cuanto han sido puestos en el gobierno para conservar el orden, afianzar el poder de las
leyes y dar fuerza a los ciudadanos en momentos de crisis, no para constituirse
en un mal ejemplo permanente, más grave por ignorarlo que por hacerlo.
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