Del magistral ensayo de Octavio
Paz, "Máscaras mexicanas", que prologa con el verso de una canción
popular “Corazón apasionado, disimula tu tristeza”, me voy a atrever a usar la
parte final y un poco de la mitad, para hacer una reflexión de lo que me
gustaría que aconteciera respecto a estos indignos representantes que nos ha
tocado sufrir y que es, ni más ni menos, la actitud admirable que han adoptado
una gran parte de mis convecinos, los más sabios, los más experimentados, esos
de los que siempre aprendo.
Me gustaría que a lo largo de
estos largos quince meses que quedan
hasta las elecciones nos disimulemos a
nosotros mismos y nos hagamos transparentes y fantasmales para, de paso, disimular la existencia de estos personajes.
No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y
soberbios. Quiero decir que los disimulemos
de manera más definitiva y radical: los ninguneemos. El ninguneo es una
operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. Que la nada de pronto se individualice, se
haga cuerpo y ojos, se haga Ninguno. Me gustaría que Don Nadie, socio de Ninguno, que posee don, vientre, honra, cuenta
en el banco y habla con voz fuerte y segura, don Nadie, que llena al mundo con su
vacía y vocinglera presencia, que dice estar en todas partes y en todos los sitios
tiene amigos, que presume de ser hombre
de empresa, que se pasea por todos los
salones, que presume de tener el calor popular, que se permite ser parejero con
los que le superan en dignidad, con cargo o sin él, don Nadie que tiene una
agresiva y engreída manera de no ser, se pierda, junto con Ninguno, en el limbo
de donde surgieron. Sería un error pretender
que no existan. Simplemente propongo que disimulemos su existencia y obremos como si no existieran.
Que los nulifiquemos, los anulemos, los ninguneemos. Que hagamos inútil que don
Nadie y los Ninguno hablen, publiquen, pinten, se pongan de cabeza. Nadie y Ninguno
deben ser la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la
reticencia de nuestro silencio. Deben ser el nombre que olvidamos siempre por
una extraña fatalidad, el eterno
ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una
omisión. Que aunque Nadie y Ninguno pretendan estar presentes siempre, sean
eso, Nadie y Ninguno. Que sean nuestro secreto, nuestro pecado y nuestro
remordimiento.
Disimulemos, pues. El que
disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido,
sin renunciar a su ser. Seamos rambleros con todas las cualidades de nuestro
pueblo, pero invisibles para estos indignos representantes de los rambleros. Contraigámonos,
reduzcámonos, volvámonos sombra y fantasma, eco. Dice Cortázar que quizá el
disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían que cantar quedo,
pues "entre dientes mal se oyen las palabras de rebelión". Y la rebelión, la única rebelión, está a un
paso: quince meses faltan para que, todos a una, seamos voz y grito de
libertad.
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