domingo, 9 de febrero de 2014

DON NADIE, LOS NINGUNO O LA REBELIÓN ESTÁ EN LAS URNAS

Del magistral ensayo de Octavio Paz, "Máscaras mexicanas", que prologa con el verso de una canción popular “Corazón apasionado, disimula tu tristeza”, me voy a atrever a usar la parte final y un poco de la mitad, para hacer una reflexión de lo que me gustaría que aconteciera respecto a estos indignos representantes que nos ha tocado sufrir y que es, ni más ni menos, la actitud admirable que han adoptado una gran parte de mis convecinos, los más sabios, los más experimentados, esos de los que siempre aprendo.
Me gustaría que a lo largo de estos largos  quince meses que quedan hasta las elecciones  nos disimulemos a nosotros mismos y nos hagamos transparentes y fantasmales para, de paso,  disimular la existencia de estos personajes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y soberbios.  Quiero decir que los disimulemos de manera más definitiva y radical: los ninguneemos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno.  Que la nada de pronto se individualice, se haga cuerpo y ojos, se haga Ninguno. Me gustaría que Don Nadie, socio de  Ninguno, que posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura, don Nadie, que llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia, que dice estar en todas partes y en todos los sitios tiene amigos, que presume de ser  hombre de empresa, que se  pasea por todos los salones, que presume de tener el calor popular, que se permite ser parejero con los que le superan en dignidad, con cargo o sin él, don Nadie que tiene una agresiva y engreída manera de no ser, se pierda, junto con Ninguno, en el limbo de donde surgieron.  Sería un error pretender que no existan. Simplemente propongo que disimulemos  su existencia y obremos como si no existieran. Que los nulifiquemos, los anulemos, los ninguneemos. Que hagamos inútil que don Nadie y los Ninguno hablen, publiquen, pinten, se pongan de cabeza. Nadie y Ninguno deben ser la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Deben ser el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad,  el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Que aunque Nadie y Ninguno pretendan estar presentes siempre, sean eso, Nadie y Ninguno. Que sean nuestro secreto, nuestro pecado y nuestro remordimiento.

Disimulemos, pues. El que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su ser. Seamos rambleros con todas las cualidades de nuestro pueblo, pero invisibles para estos indignos representantes de los rambleros. Contraigámonos, reduzcámonos, volvámonos sombra y fantasma, eco. Dice Cortázar que quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían que cantar quedo, pues "entre dientes mal se oyen las palabras de rebelión".  Y la rebelión, la única rebelión, está a un paso: quince meses faltan para que, todos a una, seamos voz y grito de libertad. 

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