lunes, 18 de mayo de 2009

A LOS QUE ARISTÓTELES LLAMABA IDIOTAS

Si tiene sentido regresar a las machangadas del actual grupo de desgobierno es porque sintetizan su visión política, es decir, su idiotez. Uso la palabra con corrección etimológica. Los diccionarios de raíces explican que en la antigua Grecia, el idiota no era el débil de juicio sino el supremo egoísta, aquel que no estaba interesado más que en su asunto. Idiota: un hombre que lleva el interés por su vida al extremo de olvidar cualquier consideración por lo público. Un hombre que carece de cualquier talento y vocación para desempeñarse en el foro; aquel que cree innecesaria la sociedad para su existencia; el hombre al que la comunidad le tiene sin cuidado. Se sabe que los griegos, inventores de la democracia estaban convencidos que el hombre era una animal político. Más que un animal de razón, una criatura urbana. Fuera de la ciudad, decía Aristóteles, los hombres serían bestias o dioses. Quienes no se interesaban por la ciudad eran idiotas.
No es extraño que quienes nos legaron la idea democrática nos hayan entregado también una enérgica condena de la idiotez. El repudio del encierro individualista es central para aquella concepción política. Una democracia requiere ciudadanos: individuos capaces de dialogar, de escuchar, de actuar y razonar en público. Hombres que registran lo precedente y lo contiguo; que toman en cuenta lo ajeno y anticipan lo que está por venir. Si el gobernante es el primer ciudadano es porque debe ejercer como tal: reconocer lo que lo circunda y limita, escuchar a quienes lo cuestionan, atender razones y ofrecer réplicas. Saber, pues, que él no es el origen de todo ni la explicación única del cosmos.
La gestión de estos desgobernantes es la lamentable invasión del egocentrismo en el mundo de lo político. No hablo de una ambición sino de una mentalidad. Estos “nacionalistos” ni siquiera nunca han sentido ese apetito de gobernar que lleva a los gobernantes a concentrar decisiones o a acumular responsabilidades, sino de poder simple y duro, como ejercicio de un mando no justificado por la competencia. Todo lo contrario. Se acobardan siempre ante el imperativo de resolver una controversia y rehúyen cobardemente hasta donde pueden cualquier decisión. Lo notable es que, a pesar de esa inapetencia de gobierno, han visto a nuestro municipio y sus problemas como una extensión de su ánimo. Y la historia de sus ya largas más de dos décadas es retenida por ellos, más que como acción de gobierno, como la crónica de sus afectos y resentimientos.
Se creen los depositarios de la democracia, y han actuado dejando al pueblo en el foso histórico de una dictadura impenetrable. Dictadores que sólo creen en sí mismos, pero no creen en la acción de gobierno y no se toman la molestia de adentrarse en las complejidades del artefacto pluralista. Ahí están los resultados de esa filosofía política de la idiotez. Creen en los poderes mágicos de su encanto y el prodigioso embrujo de su personalidad. No se percatan que, a su lado, hay otros poderes, que su voluntad no se traduce automáticamente en hecho si no era capaz de convocar respaldos, tan abundantes antaño, tan esquivos ahora.
Hace unos días, en el mal afamado Beñesmen, exhibieron con claridad ese encierro de espejos en el que viven en la actualidad. San Juan de la Rambla somos nosotros, la historia somos nosotros. Este desafuero es la consecuencia de un conflicto personal, una obstinación para sacar del juego a los socialistas, enemigos según ellos del pueblo. Lo mismo puede decirse de sus conductas en los plenos. Los cargos elegidos por los votos populares no cuentan, las instituciones no importan, las estrategias de buen gobierno que se les aportan son irrelevantes. Lo que pesa en su valoración de las propuestas es la venganza.
Si el idiota es el anticiudadano es también porque encarna la irresponsabilidad del insociable. El ciudadano piensa en la ciudad para actuar. Se adelanta para anticipar el efecto de sus decisiones y modelarlas de acuerdo al interés público. Al idiota, por el contrario, le tiene sin cuidado el efecto de sus decisiones. Actúa como le da la gana; nadie tiene derecho a reconvenirlo. Ante tal conducta, tengo que decir que, pese al respeto al otro, no encuentro justificaciones para reivindicar, como hacen estos gobernantes, de manera tan fehaciente el derecho constitucional a actuar como idiotas y a decir idioteces. Y desde luego, no hay motivo para respetarlos.

1 comentario:

la bicho dijo...

Mucha fiestita y mucho vasito de vino, pero en el pueblo cada vez más desempleados.. para qué sirve el alcalde si no resulve problemas?