Reciente aún la celebración del
día del Libro, quiero hacer un homenaje a aquellos que, en tiempos no tan
lejanos, no tuvieron la oportunidad de aprender a leer. Y lo hago por mi abuelo
Vicente. Mi abuelo Vicente es un personaje imborrable de mi niñez. Quiero
parafrasear a Saramago, en su discurso de recepción del Premio Nobel de
Literatura, cuando dijo que el hombre más sabio que había conocido en toda su
vida no sabía leer ni escribir. Ese era el abuelo Jerónimo de Saramago y ese
era mi abuelo Vicente. Decía Saramago que, a veces, se acostaba con su abuelo
y, mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los
sucesos que el abuelo Jerónimo iba contando: leyendas, apariciones, asombros,
episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras
de antepasados, un incansable rumor de memorias que mantenía despierto a
Saramago, al mismo que suavemente el abuelo lo acunaba. Así pasaba con mi
abuelo Vicente: al calor de la lumbre, con una capuchina sobre un banquito de
madera pintado de verde que servía de soporte para que la capuchina estuviera
sobre la mesa, con olor a petróleo, después de la cena, las historias reales o
imaginarias, isleñas o de Cuba hacían que permaneciéramos expectantes de sus
palabras. Igual pasaba en las largas noches de luna en que desfajinábamos el
millo en la azotea de la casa familiar de El Lomo Blanco repleta de mazorcas, y en la que a los niños se nos
resguardaba del sereno en una tienda improvisada con palos y sacos. Ahí
contaban historias, no sólo mi abuelo, sino los vecinos que aprovechaban para ayudarse
unos a otros y departir durante horas en un universo donde una simple radio era
un lujo absoluto.
Mi abuelo Vicente nació en 1889.
Dura época y nulas oportunidades de aprender a leer y a escribir. Pero sus
hijos crecieron tras de que la II República se preocupara por la instrucción
pública, y todos tuvieron la oportunidad de asistir a una enseñanza primaria a término.
Su desconsuelo de no haber podido aprender se tradujo en propiciar que los
cuatro hijos y las dos hijas fueran a la escuela y no faltaran, e, incluso, en
pagarles clases para los períodos en que la escuela estaba de vacaciones.
También propiciaba que fueran al cine. El cine, decía, era cultura. Y el dinero
para asistir al cine Dorta a La Guancha nunca faltó.
Mi abuelo Vicente no sabía leer,
pero su hija, mi madre, sí. Y en esas noches de velada posteriores a la cena,
mi abuelo se interesaba por las lecturas escolares de la niña Encarna. “Léeme
la historia de El Indio Goloso”, le decía. Y mi madre cogía su libro de
lecturas escolares y le leía las historias que contenía. Pero sobre todo le
leía el cuento de El Indio Goloso, su historia preferida.
En algún momento el libro,
heredado por sus hermanos, se estropeó irremisiblemente. Y mi madre, cuando
recordaba a su padre, recordaba su historia preferida y el librito de lectura
que tanto placer le produjo. Cada vez que viajaba a la Península, ella,
conocedora de mi afición a las librerías “de viejo”, me hacía el encargo: “Mira
a ver, hija, si encuentras el libro que tiene la historia de El Indio Goloso”.
Lo intenté una y otra vez, sin resultados. Siempre, al volver de un viaje, me
preguntaba si lo había encontrado. Y siempre, invariablemente, le respondía que
no. Pero un día de verano, tras una reunión complicada en Toledo, un poco contrariada,
me dirigía a comer callejeando por aquella ciudad, cuando una librería “de
viejo” se me cruzó en el camino. Entré y, como una autómata, me dirigí a una
mesa que estaba frente a la puerta. Ojeé un librito de lecturas que se llamaba “Para
mi hijo” y lo abrí y, ¡¡¡maravillas de la casualidad!!!! Ante mis ojos saltó la
historia de El Indio Goloso. Emocionada (la contrariedad se me había ido como
por ensalmo) lo compré. No le dije nada a mi madre. Cuando llegué a Tenerife me
faltó tiempo para ir a El Médano, donde estaba mi madre. Cuando vio el librito, lo estrechó contra su corazón, como si
estuviera abrazando a mi abuelo Vicente, y dos lagrimitas se le escaparon. Me
consta que durante unos años lo tuvo en su mesa de noche, y, cuando recordaba a
su padre, sacaba el libro y le leía bajito la historia de El Indio Goloso. Va por ellos dos, como pequeño homenaje al placer de la lectura-
2 comentarios:
Lindo homenaje a sus familiares y sensibles recuerdos que nos trae hoy por aquí. Tal vez, ese librito permanezca en su mesilla de noche esperando a que de nuevo sea desempolvado por usted para no perder, así, la cadena de amor y lectura que nos ha regalado con esta entrañable historia.Su abuelo también era sabio. Su madre una entusiasta del aprendizaje...con tan pocos medios para la época y ¡tanto que hicieron! Nos quedan sus obras, sus corazones y sus almas.Que Dios los bendiga a todos. Ese Indio goloso me ha cautivado...
He buscado constantemente, de forma infructuosa, el libro Para mi Hijo, que me sirvió de lectura infantil y, mira por donde, me vino a la mente uno de sus cuentos: "El Indio Goloso" y contemplo aquí su portada. Me ha emocionado. Muchas gracias.
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