¡OH CAPITÁN, MI CAPITÁN! La dignidad
se pierde cuando se llama capitán a alguien que ni ética ni formativamente puede
serlo. Se pierde cuando, aun sabiéndolo,
se ponen a sus órdenes, que más bien son caprichos. Aunque se oculte bajo la
capa de la utilidad o de la equidistancia.
El supuesto capitán es un tío
simpático que, como todo el mundo sabe, tiene vidrios de botellas en el lugar
en el que los políticos y políticas de verdad suelen tener ideas. Pero ese
brillo de vidrio de botellas no lo convierte en capitán. Esa natural simpatía
se ha agostado con palabrería de flor sin riego, con los caprichos de pequeño
burgués ido a más en el azar de la política y en la lotería que toca demasiado
frecuentemente de forma sospechosa. “¡Oh, capitán: qué delicia Galicia! ¿Hay
gambas para comer?, ¿me pasas sus cabezas? Sí: no me importa que las hayas
chupado; mejor, incluso. El próximo viaje, a donde haya bodegas. No importa que
no veamos La Alhambra, ese edificio viejo…”. “¿Cuándo nos toca ese viaje a
Madrid?. Asegúrate, mi capitán, que juegue el equipo blanco… ¿qué sería de un
viaje a Madrid sin ir al Bernabéu?”
Estos son los diálogos de la abyección
política, de cómo llega a no existir límite ni freno a la servidumbre
voluntaria. De quienes lo han puesto de capitán y de quienes lo aplauden
porque quieren ser capitán en lugar del capitán. De ahí la equidistancia y la
falta de compromiso con el pueblo, al que dicen querer servir. Y yo digo que no en mi nombre, ni en el nombre de un pueblo que rezuma dignidad. por más que los unos colaboren a las conductas indignas y los otros quieran permanecer en una equidistancia imposible. Ya queda menos.
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